miércoles, 13 de enero de 2010

A corazón abierto

Tenía su corazón en mis manos. Por un instante pensé en dejarlo caer y salir corriendo de allí. Era la primera vez que dirigía una operación con tanta responsabilidad y me sentía realmente abrumado. Sentí como se clavaban en mí todas las miradas de los asistentes de quirófano; la enfermera dudaba de mi capacidad, mi adjunto sopesaba seriamente sobre el acierto de aprender junto a mí y el anestesista esperaba mi reacción para controlar los impulsos vitales del paciente. Solté el bisturí tembloroso y pedí que me limpiasen el sudor.

Aquel tipo había llegado al hospital con una lesión vascular bastante importante y me habían designado a mí como dueño de su vida. Menuda responsabilidad. Limpié la zona, pinzé la aorta y descubrí la constricción el vaso sanguíneo. Por un instante me sentí aliviado y en el segundo siguiente herido en mi inquietud; un segundo o un milímetro de más y acabaría con su vida.

Allá afuera estarían sus hijos, su mujer y alguno de sus hermanos esperando noticias por mi parte. Nunca me había gustado comunicar una muerte y por ello pensé en lo que a mí me gustaría que me hubiesen dicho. Actué con precisión y las miradas se convirtieron en sonrisas. Ordené a la enfermera coser la herida mientras salía a desahogarme al pasillo. Los familiares vieron mis lágrimas y se temieron lo peor. Las cambié por una sonrisa. Mis labios encendidos significaban una buena noticia, mis ojos humedecidos significaban una tensión por la que no estaba demasiado seguro de querer volver a sentir.

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