viernes, 8 de marzo de 2019

Cloroformo

Lo había visto hacer tantas veces en las películas que pensaba que era un plan sencillo en la ejecución y cómodo en la interpretación. Por ello empapó el pañuelo en el cloroformo que había comprado en el mercado negro y se acercó a ella con intenciones aviesas. Era preciosa de espaldas, casi tanto como de frente. Había soñado tantas veces con el momento de poseerla que sintió como la excitación le subió hacia la entrepierna. Se le nubló la vista un instante y pensó que, quizá, iba a cometer un error, pero ante la indiferencia sólo quedaba el remedio de la insistencia. Y él tenía todo preparado; el cuarto oscuro, el lugar abandonado, las ganas de convencerla.

Y había calculado, metro a metro, cada parte de su recorrido diario. Habían sido muchas horas de seguimiento, siempre a la sombra, siempre como un fantasma a punto de acechar pero con ojos vivos y perspicaces. Siempre en la mesa de al lado en la cafetería, siempre en el banco contiguo del parque, siempre en el mismo sendero a la hora de hacer running. Cada noche regresaba a casa soñando con ella y sabiendo que ella no había reparado en su insistencia. Por eso supo que, cuando había alcanzado su estela en el lugar más despoblado del recorrido, ella no sospecharía de él porque no era más que una sombra en su subconsciente.

Colocó el pañuelo empapado en la mano derecha y la atrapó, en una maniobra rápida, con el brazo izquierdo. Cuando puso el pañuelo en su nariz escuchó el grito sordo y esquivó las patadas con el talón con las que ella intentaba golpear en su espinilla. Cuando fue notando que se iba quedando sin fuerzas, fue consciente de que el plan estaba saliendo a la perfección. Fue cuando divisó su coche aparcado, a apenas veinte metros del lugar, cuando notó que el vapor del coloroformo también había llegado hasta sus sentidos. Demasiado cerca como para no correr el peligro de intoxicación, demasiado torpe como para evitarlo.

Se vio obligado a soltar a su presa cuando sintió entumecer la cabeza y flaquear las fuerzas. Intentó caminar hacia el coche pero no resistió ni media docena de pasos antes de caer a plomo. Le encontraron solo y apaleado, unos minutos más tarde. Podían haber pasado horas, pero él había perdido toda la noción del tiempo. Estaba solo, sangraba y no sabía contestar. No encontraron denuncias ni declaraciones. Él tampoco supo contar mucho más. No quiso hacerlo, claro está, pero de cara al mundo se convirtió en la pobre víctima. Dejó de verla en la cafetería, en el parque y en el sendero donde hacía running. Puede que el tiempo le llevase al olvido y que la popularidad le llevase hacia nuevas fantasías. Se olvidó de olvidarla y se cercioró de que los planes de película no son sino una mentira que vive en el límite de cada sueño. La realidad, en verdad, no sólo diferencia a los diestros de los torpes, sino que distingue a los cuerdos y a los locos. El problema no es creer en ellos, sino no saber verlos.

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