lunes, 28 de enero de 2019

Mermelada de ciruelas

- Antiguamente celebrábamos los Reyes Magos. - Señaló el abuelo, casi en un susurro ensimismado.
- ¿Cómo era eso?
- Nos acostábamos temprano y al día siguiente, al amanecer, el salón de casa estaba lleno de regalos. Mi madre preparaba café y pan tostado y yo untaba la mermelada de ciruelas mientras observaba mis juguetes nuevos.

Pensé en cómo había cambiado la sociedad. O lo pensé, al menos, como puede pensarlo un niño de nueve años. Hacía años, desde que el mundo había virado hacia la superpoblación y los clones habían dominado el mundo, que los impuros nos veíamos amenazados por una suerte de sentencia de muerte azarosa. La noche del cinco al seis de enero, un millón de personas, en el mundo, tenía la obligación de desaparecer. Sin condición de edad, raza, sexo o religión. Todos teníamos asignado un número. Miles de millones de números en un sistema informático sin predestinación y entre ellos, un millón de personas debían desaparecer. Así, sin más. Durante la madrugada, las tropas de asalto allanaban la morada y se llevaban al futuro finado. Rápido y fácil. Y había que asumirlo.

- No os preocupéis. Hace más de veinte años que no pasan por el pueblo. - Intentó tranquilizarnos el abuelo.

Pero a las cuatro de la mañana escuchamos golpes en la puerta. La llave puesta por fuera para que no rompieran nada evitó daños mayores. Tardaron menos de cinco minutos y después, el silencio.

Al amanecer olía a café recién hecho y a pan tostado. Nos sentamos a la mesa, mi madre mantenía un halo de humedad en los ojos y mi padre masticaba en silencio mientras miraba a un punto fijo en la pared. Mi hermana meneaba el café con la cucharilla y yo untaba la mermelada de ciruelas que, aunque no era mi preferida, habría de gastar puesto que ya, jamás, se la comería el abuelo.

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