“Muerto pero mío”. Le
observé mientras jugaba con su peluche y atendía al muñeco que yacía en su
regazo. Intenté reprenderle el comentario pero, temiendo entrometerme en su
imaginación, lo achaqué a la edad y a las aficiones de su hermano mayor. Hacía
un rato había estado llorando porque no le habíamos dejado jugar con el
hámster. Miré hacia la jaula y la encontré vacía. Reparé, entonces, en que el
peluche, inerte entre sus manos, no era su osito Toby. Tragué saliva cuando
levantó la mirada y estiró la sonrisa. “Papá, quiero jugar contigo”. No pude
decirle que no.
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