martes, 2 de agosto de 2011

Dejar de fumar

Los primeros días fueron duros. No pasó un segundo en el que sentió el deseo ardiente de precipitarse hacia una cajetilla de cigarros. Algún mal amigo le había recomendado tener siempre un paquete cerca, a modo de tentación, para saber luchar contra el instinto. El suyo era animal, pero sabía que el último amago de infarto le obligaba a tomar uno de los dos caminos: o la vida o la muerte.

Al principio sufrió dolores de cabeza severos, apenas podía dormir y era incapaz de controlar las taquicardias. Poco a poco el síndrome fue dando paso a la distracción; buscó libros, películas, caramelos y recetas de cocina con las que pasar el tiempo. En el trabajo, desde la prohibición, se había acostumbrado a pasar alguna hora sin el seco sabor de un pitillo en los labios, pero en casa le resultaba imposible aguantar sin fumar.

Pero lo consiguió. Con el paso de los días sintió como su capacidad respiratoria aumentaba y ya no escupía aquellas desagradables flemas cada mañana. Aprendió a cocinar gracias a que recuperó el sentido del gusto y redescubrió olores que le transportaron a la infancia. Las taquicardias desaparecieron una noche y por fin pudo dormir ocho horas seguidas, después desapareció la tos que creía crónica y, por último, el mal humor. Empezó a hacer ejercicio y le agradó comprobar como ya no se agotaba a los dos minutos. Y una mañana, de pronto, volvío a despertarse con una erección bajo las sábanas. Aquel día le hizo el amor a su mujer como cuando eran novios y fue consciente, de una vez, de lo beneficioso que le había resultado el dejar el puñetero tabaco ¿Por qué no lo había hecho antes?

1 comentario:

Álvaro Rodríguez dijo...

Siempre muestras los temas de los que hablas de una forma que termina convenciéndote de lo que cuentas. Buen artículo, Pablo, no lograré entender nunca la adicción al tabaco...

un saludo!