
Pagó el diario al kioskero y sacó el teléfono móvil de su bolso. Desde que había sonado hacía cinco días a aquella misma hora, no había parado de mirarlo cada mañana por la intriga de averiguar si la voz que había escuchado tras la línea volvería a aparecer a las nueve de la mañana. No lo hizo. Aún así, le resultaba demasiado fácil recordar aquel tono metálico, casi apagado y un tanto estridente, parecía realmente sacado de una película de terror.
Esperó a que el semáforo se pusiera en verde para los peatones y comenzó a cruzar el paso de cebra. Por un segundo se vio rezagada por cuenta de sus recuerdos. Volvió a sacar el móvil del bolso y miró la hora. Habían pasado cuatro minutos de la hora acordada y no le había ocurrido nada. Permaneció pensativa un momento, lo justo para recordar que hacía seis días había atrasado la hora del teléfono en cuatro minutos para obligarse a ser puntual en una cita, lo justo para no ver venir al camión que se había saltado el semáforo y que llegaba desde su derecha a toda velocidad.
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