martes, 21 de diciembre de 2010

Luna de miel

Jamás había imaginado sentirse tan feliz como en aquel momento. El lugar era el más hermoso, el momento era el más idóneo y la compañía era inmejorable. Desde lo alto de la cubierta podían divisar los pequeños islotes que dibujaban un archipiélago de fantasía en mitad de un mar de color turquesa. Más allá de la línea del horizonte, el sol de los últimos días de verano caía a plomo sobre las aguas tranquilas. Permanecía apoyado en la barandilla, junto a él, la esposa de su compañero de viaje intentaba darle conversación mientras esperaban saborear el penúltimo cocktail del día.

Hacía un par de minutos que su marido se había ofrecido a traerles un par de Long Island Ice Tea mientras les dejaba contemplar el atardecer en solitario. Más abajo, en el camarote de su compañero, la esposa de este seguía aderezándose para presentarse como una dama espectacular en la zona de gala de aquella noche. "Quince minutos y estoy contigo", le había dicho a su esposo, "puedes subirte con ellos y esperarme en la cubierta". Miró el reloj. Ya habían pasado dieciocho minutos y su bella mujer seguía siendo un desastre en puntualidad.

Se escuchó un alboroto y seguidamente miraron hacia el mar para contemplar el fabuloso espectáculo de una familia de tiburones. Sabía que a su esposa le impresionaban aquellos animales y pidió un minuto para dirigirse al camarote. "Voy a avisarla", le dijo a su acompañante. El cocktail seguía sin llegar y aquel número circense merecía ser visto en la mejor compañía.

Abrió la puerta tras bajar un par de plantas a pie y escuchó sus propios jadeos mientras sacaba la llave electrónica de la cerradura. Los jadeos continuaron y pensó en detenerse a descansar antes de decir una sola palabra. Pero más allá del descanso continuó un sonido cada vez más esclarecedor. Esta vez no era su cansancio, ni su ilusión, ni su impaciencia. Los cocktails no estaban sobre la mesilla, pero en la cama estaban su esposa y el marido de su acompañante. Desnudos, apasionados, avergonzados ante la situación. Cerró la puerta provocando un sonido seco y regresó de nuevo a la cubierta. La gente se arremolinaba sobre la barandilla observando a los tiburones seguir al barco con ahinco casi profesional. "Pobres", pensó antes de hacerse un hueco entre la multitud, "seguro que necesitan un poco de alimento".

Encontró a su compañera de observaciones y le guiñó un ojo cómplice, se aferró a la barandilla y tomó impulso hasta situarse al otro lado. Escuchó un par de advertencias y se lanzó al agua para expiar sus pesares. Al fin y al cabo, él ya había perdido toda la carnaza a la que había podido aspirar.

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