martes, 27 de julio de 2010

Chivatazo

Ramírez era un auténtico cabrón con pintas. Una pieza de museo que bien valía un par de delitos semanales como precio por su libertad. Solía recorrer las calles de punta a punta, peinar la ciudad, atracar a un par de ancianas para no perder un ápice de su reputación y, muy de vez en cuando, acudir a la comisaría de policía para darle algún chivatazo de interés al agente Perales.

Habían pasado más de veinte años desde que había llegado a la comisaría con el pelo fijado con gomina y el chicle visible entre los dientes y Perales seguía siendo el mismo prepotente de siempre. Había cambiado el fijador por el crecepelo y el chicle por caramelos de café, pero la pistola, la porra y el insulto seguían patentes en su denominación de origen como si su propia placa llevase implícito un particular código de barras.

- Calle de los Desparecidos. Local destinado a la venta de productos de droguería. Parece legal, pero es un almacén de droga.

Y allá que fueron.

Llevaban muchos meses, quizá demasiados, detrás de un maldito camello al que llamaban "El Cabra". Decían que era un tipo demasiado chiflado para dedicarse a un negocio que, en el fondo, necesita mucha cabeza. Perales nunca lo creyó así y se sintió afortunado por haber criado a dos hijos lejos de aquel mundo de perdición. Eso sí que significaba tener cabeza.

Aparcaron a un par de manzanas para no despertar sospechas y se acercaron con sigilo llevando la pistola y la placa a buen recaudo, para no llamar la atención. Se fijó en el joven compañero que le habían asignado y no tardó mucho en verse reflejado en su mirada ambiciosa. Un joven de andares chulescos, palabra fácil y violencia a flor de piel. Le había adoptado como a su propio hijo después de haberse terminado de convencer de que su verdadero hijo, tranquilo, apocado, empollón y un poco pardillo, jamás se parecería a él.

Abrieron la puerta de la droguería y no tardaron en esposar al hombre que atendía tras el mostrador. Abordaron la puerta de atrás y se encontraron con dos disparos a bocajarro. Su compañero cayó fulminado al suelo y él quedó petrificado ante la sorpresa.

- Hola, Cabra. - Saludó casi en silencio al joven que empuñaba una pistola apuntando a su frente justo a dos metros de él. No le pareció un chico tranquilo, apocado, empollón y, mucho menos, pardillo. Pero era obvio que le conocía.
- Hola, papá.

No hay comentarios: