martes, 3 de agosto de 2010

La partida

La penúltima bala de su único enemigo vivo pasó tan cerca de su sien que pudo escuchar con claridad el ensordecedor zumbido de su estela fulgurante. Se agachó para alcanzar un parapeto y miró hacia arriba descubriendo la cara de satisfacción de una veintena de tipos trajeados que, tras un grueso cristal, asistían con regocijo a aquella partida contra la muerte.

Que el cristal era antibalas lo había comprobado él mismo cuando había gastado una de sus balas tras apuntar a un tipo de poca altura, poco pelo y pocos escrúpulos que sonreía con malicia en la parte de arriba de la cúpula. Abajo, y atrapados en un bosque de mil quinientos metros cuadrados, entre arbustos, árboles, trincheras sin mucho oficio y enormes pedazos de roca, se encontraban los cuerpos sin vida de cuatro tipos que osaron acabar con su vida, además de él mismo y el último contrincante que le quedaba con un puñado de aliento en los pulmones.

Llevaba tantos años encerrado entre rejas que apenas recordaba aquellos minutos de acción en los que, pistola en mano, la adrenalina es capaz de hacer viajar al infierno al hombre más valiente. Llevaba tantos minutos esquivando balas y matando compañeros de prisión que apenas se acordaba de cómo había llegado hasta allí.

Le habían sacado por la fuerza, con unas esposas en las muñecas y una patada en el trasero. Hubo de seguir a dos gorilas que nunca se habían dejado caer antes por el pabellón de tipos peligrosos y al entrar a la antesala de la guerra había encontrado a cinco reclusos, un tipo muy elegante, una pistola en cada mano y unas normas que cumplir.

Seis cargadores, con ocho balas, desperdigados por el bosque. Nadie puede utilizar más de uno. Debéis mataros entre vosotros. Sólo uno sobrevive. Sólo uno gana la partida.

Disparó su séptima bala y en aquel momento supo que estaban igualados a munición. Podía ver sombras y podía distinguir sonidos, más ya no recordaba la nitidez de ambos. Los tipos del traje seguían mirando y ellos dos seguían allá abajo, buscando la libertad como recompensa y la vida como única solución. Durante un segundo quedó al descubierto y supo que aquella sería la última oportunidad para pedir un deseo. Deseó vivir y aquella última bala volvió a rozar su sien como las dos anteriores.

Fue entonces cuando escuchó un sollozo, unos pasos buscando refugio y una súplica entre la penumbra. Le encontró agazapado, llorando y pidiendo clemencia. No pudo tenerla. En aquel mismo instante supo que su vida dependía de la vida de aquel tipo con el que había coincidido alguna vez en el patio. Disparó a bocajarro y abrió los brazos en señal de victoria. Quiso gritar un insulto a modo de desahogo, pero un fogonazo, nacido desde lo más alto, le hizo guardar silencio para siempre.

Mientras sentía como le quemaba el pecho y como se le inundaba la garganta supo, al fin, que era aquello que tanto le habían prometido y que algunos llamaban libertad.

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