
Decían que el hombre blanco se acercaba y que había que preparar el campamento para el exilio. No lo quería creer. Prefería luchar por su gente que morir huyendo. Por ello, cuando vio que todos montaban sus caballos para largarse de allí se plantó como un profeta de la valentía y les suplicó un pedazo de orgullo. Pero allí había más miedo que otra cosa. Desde tierras más lejanas habían llegado otros pueblos para contar las slavajadas del hombre blanco; corazones quemados, pechos destrozados, cabezas reventadas, mujeres violadas y niños mutilados. No quería aquello para su tribu, preferían huir.
"Caballo bajo la tormenta" tomó su hacha de guerra, pintó su piel y se largó en dirección opuesta acompañado de dos fieles amigos. No estaba dispuesto a vender su alma a una camada de salvajes. Con peores lobos se había enfrentado.
Cuando la tribu alcanzó las montañas pudo escuchar el estremecedor sonido de los cañones. Era aún peor de lo que les había contado. Miles de cascos de caballos anunciaban la llegada de un alud de uniformes oscuros. Los vieron llegar agazapados entre las rocas y no pudieron hacer más que suplicar junto a la hoguera. Allí mismo, mientras veían como sus corazones ardían, sus pechos se desquebrajaban, sus cabezas volaban en mil pedazos, sus mujeres eran ultrajadas y sus niños humillados, se rindieron ante el mayor trofeo que portaba el jefe de sus enemigos. Allí, entre gritos ininteligibles y sujetados por manos blancas como la nieve estaban las cabezas de "Caballo bajo la tormenta" y sus dos amigos. Atrás quedaban años de paz, de convivencia con las montañas, de doma de los caballos, de caza por necesidad y de respeto a la naturaleza. Llegaba el tiempo del hombre blanco, llegaba el ansia, la envidia, la ambición, el fin.
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