Mientras observo, tú callas,
mientras añoro tú desvías la mirada, mientras sonrío tú agachas la cabeza. Fue
aquí, justo aquí. Aún recuerdo el día en el que regresé de las vacaciones de
Semana Santa. Había estado en casa de los abuelos, comiendo dulces y aprendiendo
oraciones. Vosotros os quedasteis cuidando el ganado, cultivando las plantas,
esperando la lluvia. Yo corrí hacia el río donde tú estabas agachado. No nos
esperabas hasta la tarde y yo me abracé a tu espalda como lo haría una niña que
buscaba su mejor refugio en los brazos de su padre. Te estabas lavando las
manos y yo lo vi todo rojo; el sol de la mañana, las amapolas, las cerezas y
las mariposas. En aquel rictus descubrí un pesar que aún cargas sobre tu pecho.
El aire, tan puro como travieso, despeinaba tu flequillo y conseguía secar el
nacimiento de la lágrima que empañaba tu mirada. “Mamá se ha marchado”,
dijiste. Y desde aquel día aprendimos a vivir a medias y a sobrevivir a rachas.
Los abuelos lloraron dos días y jamás regresaron al lugar en el que tú te
sientas cada domingo de resurrección y hablas en silencio con el aire que mece
las espigas verdes. Siempre quise imaginar que hay bajo el montículo de tierra
que pisas mientras tu espalda nace de la roca y tu silueta se pierde con el
horizonte, pero siempre que regreso a aquel día, lo sigo viendo todo rojo; el
sol de la mañana, las amapolas, las cerezas, las mariposas y el agua que se
llevaba, río abajo, la sangre que manchaba tus manos.
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Hace 1 semana
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