Desde siempre, nos habíamos reunido toda la familia
en casa de los abuelos para celebrar la Nochebuena alrededor de un plato de
sopa.
La tradición databa de muchos años atrás, cuando la
abuela apenas podía reunir dos puerros, un hueso y un puñado de fideos. Todos
sus hijos era felices cenando sopa en Nochebuena y cantando villancicos al son
de la zambomba.
El tío Ignacio era un tipo extraño. Nunca se llevó
bien con el abuelo. Nadie se atrevía a censurarle y cenábamos en silencio
esperando a que terminase su plato y el abuelo agarrase la zambomba.
Solo que el abuelo aquel año no estaba.
Nos había dejado un mes atrás, víctima de un infarto
y dejando un legado de sonrisas y buenas palabras.
Por ello, aquella Nochebuena cenábamos más en
silencio que nunca.
Hasta que se escuchó una voz.
-
¡Deja de sorber la sopa de una puñetera vez!
Todos nos miramos extrañados. El tío Ignacio nos
observó con desgana y siguió sorbiendo. Volvimos a agarrar la cuchara cuando la
voz volvió a retumbar en el salón de la vieja casa.
-
¿Es que no me has escuchado?
Lo habíamos escuchado todos. Nos miramos entre
asustados y sorprendidos.
Cuando el tío Ignacio volvió a agarrar la cuchara,
la abuela le dijo con voz tranquila.
-
Haz caso a tu padre por una vez en tu vida.
Entonces el tío terminó su sopa en silencio.
La cortina se movió hacia adentro impulsada por el
aire aunque ninguno recordábamos haber dejado la ventana abierta.
Y a lo lejos se escuchó el sonido de una zambomba.
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