Los pasos son tan rápidos como se lo permite su cabeza y su cabeza no funciona más allá de dos por hora. Choca con el hombro de un tipo al que no ha visto venir, mira al suelo y ve lo mismo que cuando mira al frente, los pies arrastras y los brazos caídos, una nebulosa forma frontera con su realidad y un dolor en el pecho es su único conducto de comunicación entre el deseo y el mundo de las verdades.
La abstinencia es igual de dolorosa que la
dejadez. Las ropas están sucias, raídas y la carne está rasgada y huele orines
y a sudor rancio. Las dos últimas noches las ha dormido en el descampado
después de no encontrar sitio en ningún chamizo. Gana veinte euros pegando un
palo e inmediatamente regresa de vuelta a Las Barranquillas a por su dosis
diaria de desconexión.
Uno de los coches que se dirigen por el
camino hacia el depósito municipal pasa a su lado sin que él sea consciente ni
de su presencia ni de su peligro. El sonido del claxon, estruendoso, altera su
sistema nervioso y provoca la protesta, poco airada, la verdad, del resto de
zombis que, como él, buscan su dosis diaria en la chabola de Los Gallos. No
hubiese sido el primer muerto por atropello en aquel infierno de jeringuillas,
muertos vivientes y deshechos de toda clase. Al último, después del atropello,
le dejaron en una cuneta hasta que la policía vino a recogerle y no recibió respuesta alguna sobre los detalles del coche que se había dado a la fuga. No
les importó porque allí no importaba nadie, porque allí sólo importaba vivir un
día más hasta que el último les atrape con los ojos en blanco y la sonrisa
puesta. Por supuesto, sin dientes y sin aliento.
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