jueves, 6 de julio de 2017

El transistor

La primera vez que pisó la habitación tenía los ojos tapados. Le costó acostumbrarse a la penumbra, aprendió a contar los pasos, a establecer las rutinas, a orinar en un bacín desvencijado. A lo lejos, uno de los tipos de negro escuchaba un partido de fútbol en el transistor. Jugaba el Madrid y Manolo Lama cantaba un gol de Butragueño.

A medida que las esperanzas se apagaban se iba convirtiendo en esclavo de sus propias pesadillas. Nadie actuaba, nadie acechaba, nadie le daba buenas noticias. Un plato de cuchara a mediodía y un bocadillo al anochecer era el alimento que recibía. Nadie pagaba por él. Nadie pugnaba por su libertad. El transistor seguía retransmitiendo fútbol y Manolo Lama cantaba un gol de Raúl.

Había perdido la esperanza. Los pelos de la barba rozaban el pecho. Los pelos de la cabeza tocaban los hombros. Y entre ellos, hebras blancas, símbolo de impía vejez, asomaban tapizando el cabello de un claroscuro poco arrebatador. Había olvidado el color de la luna y creía recordar que el sol salía por el levante. Seguía sin obtener noticias y aquel viejo cuarto, ya desvencijado, se había convertido en el único salón de estar donde apaciguar sus pocas
notas de vida. Al fondo, como escondido por el recuerdo, seguía percibiendo el sonido del viejo transistor. Seguía habiendo partido y Manolo Lama cantaba un gol de Cristiano Ronaldo.

Aún no entendía por qué seguí allí con vida y por qué tenía que estar tanto tiempo escuchando goles del Real Madrid. La puerta, esa cortina de hierro que solamente se abría para dejar pasar a las dos comidas diarias, permanecía impasible, al final de la estancia, como un tormento inalterable que le hacía saber, hora tras hora, cuán larga era la condena. Fue en ese instante de pensamiento final, cuando creía querer acabar con todo, cuando por fin se abrió y le dejó un velo libre en el camino. Anduvo, al principio intranquilo, más tarde cauto y, por fin, presuroso, antes de pisar de nuevo la calle y dejarse cegar por una luna brillante. Atrás quedaba el cautiverio y el sonido del transistor. Era libre y Manolo Lama cantaba un gol de Messi.

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