martes, 16 de noviembre de 2010

Ojos de miedo

Lo primero que divisó fueron ojos de miedo. Miedo a la muerte, a la indecisión, a lo esperado y, aún más, a lo inesperado. Apuntó con la mirada firme, mientras intentaba divisar a la gente por encima de la tela del pasamontañas. Al menos, la lana que le cubría la cara podía darle un aspecto más temible y disimularía su gesto de incertidumbre. En el fondo, él también tenía miedo. Miedo a la cruda realidad, miedo a ser encerrado, miedo a ser descubierto y pasar toda la vida saboreando el amargor de la vergüenza.

No podía esconder la mirada y es por eso que quiso divisar un gesto de confianza por parte del tipo que se mostraba sin temor detrás del cristal acorazado. Intentó poner voz de tipo duro y le ordenó salir mientras tomaba por la fuerza a una joven que andaba agachada por allí.

No pensaba hacerle nada, pero tampoco quería que la situación se pusiera mucho más complicada. Cuando al fin vio salir al cajero y asió con fuerza la bolsa del dinero, disparó al aire para descargar toda la tensión y se marchó por la puerta intentando disimular una discrección imposible.

Salió a la calle y se arrancó la máscara al tiempo que corría en direción a su coche. Mientras huía, y escuchaba la sirenas de la policía sonar a lo lejos, pensaba en lo dulce que resultaba el sabor de la venganza. Tal y como le habían dicho.

Hacía unos meses era un empleado ejemplar, un director de sucursal sin sobresaltos, un padre de familia íntegro y un ciudadano a imitar. Ahora era un tipo en paro, despedido por un trepa sin escrúpulos y buscando en la misera un lugar para sus hijos.

No había hecho si no llevarse lo que era suyo y, de paso, dejar constancia de que aquel lugar era menos seguro ahora que no estaba él.

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