miércoles, 5 de mayo de 2010

Los siete

Eran siete aguerridos compañeros, siete inseparables socios de juergas y aventuras nocturnas, siete como los magníficos de Sturges, siete como los samuráis de Kurosawa. A veces buscaban siete novias como si fuesen siete hermanos y otras se reunían en torno a siete mesas de billar francés para tomar su copa de ron con cocacola.

Pronto fueron seis porque uno de ellos se fue a la mili y conoció a una andaluza que le hizo amar el pescaíto frito, las noches al fresco y los besos encendidos. Así que pronto tuvieron que rehacer números y buscar otros juegos recreativos con los que lucrar su vicio. Ya eran seis días sin siete noches y seis hombres para las seis esposas de Enrique VIII.

Peor fue cuando quedaron cinco porque a otro lo mandaron de corresponsal al Congo y se quedó por siempre atrapado entre safaris y mujeres de cultura desnuda. El reciclaje les llevó a ser cinco en familia y convertirse en un azaroso club de los cinco. Mientras recordaba y olvidaban, se dieron cuenta de que probablemente jamás volverían a ser lo que fueron, pero mientras eran lo que eran no dejaron mucho tiempo para los malos presagios.

Y como en un montaje de piezas de dominó, nunca cae una ficha sin empujar a la siguiente, no tardaron en quedar cuatro gatos cuando a otro de ellos le destinaron a Barcelona y se enamoró de una extremeña que había emigrado en busca de trabajo y de un tipo como él. Mientras aprendía a bailar sardanas y a maravillarse con las vistas del Tibidabo, sus compañeros de fatigas seguían quemando noches sin más sentido que el de ser cuatro jinetes de un apocalipsis que aún estaba por llegar.

Los cuatro magníficos se quedaron en tres tristes tigres cuando otro de ellos picó el anzuelo en un club de alterne y se largó a Brasil con una prostituta que tenía demasiada saudade como para aguantar más de seis meses seguidos en Madrid. Voló a Río y dejó en tierra a tres mosqueteros que, solteros y sin biberon, se fueron dando a la buena vida hasta que la buena vida se la dio a ellos.

Pronto fueron dos, porque hubo otro más que desgarró todas las promesas al comprometerse con una niña de papá de que le procuró fortuna y olvido. Como aquello de quemar las noches resultaba cada vez más aburrido y cada vez tenían menos agua con la que apaciguar los incendios, los dos colgaos muy fumaos terminaron sus días tirándose de los pelos por ver quien se apropiaba de aquella novia para dos.

Y ahora solamente queda un americano en París, un soltero de oro que busca en el extranjero lo que perdió en su país, seis amigos y un tesoro, el que no tiene a nadie en Gibraltar, ni en África, ni en Barcelona, ni en Copacabana, ni en Saint-Tropez, ni en Malasaña, el que solamente tiene olvido y recuerdos, el que sale cada mañana a pasear a su perro por los jardines de las Tullerías y el que regresa cada tarde a casa con dos niños y un carrito. El que emigró en busca de una nueva vida y el que encontró todo lo que sus compañeros habían hallado en sus lugares de destino. Se preguntó si ellos también recordarían aquellas noches en La Latina, se preguntó si ellos también eran tan infelices como él. Le reconfortaba imaginar que sí. Le hacía sonreir el saber que sí.

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