miércoles, 10 de febrero de 2010

Mensajero

Hacía semanas que había marcado aquel día en el calendario como el último que trabajaría en la empresa de mensajería. Aún no había contado nada a nadie, ni a su pareja, ni a sus amigos y mucho menos a su jefe; ese maldito déspota que le cobraba hasta los kilómetros de más al precio vigente del combustible. Tenía pensado hacer sus recados diarios, dejar la moto en su sitio y pedir el finiquito. No tenía pensado regresar.

Había entrado a trabajar como mensajero una nublada tarde de abril de hacía cinco años. Desde entonces se había convertido en un empleado eficaz que recorría la ciudad de punta a punta con su moto de baja cilindrada y nunca recibía una palmada en la espalda por su puntualidad y por su trabajo bien hecho. Para más dolor en el orgullo, había tenido que ver como otros compañeros, mucho menos eficientes, habían subido en el escalafón de la empresa aún habiendo entrado en la empresa después que él.
- A tí no podemos sacarte de la calle. - Decía su jefe a modo de excusa. - Eres el mejor.

Aquella frase servía como único acicate para sus ánimos a la hora de afrontar sus dudas. Estas llegaban cada vez que tenía que aguantar el sarcasmo de sus compañeros y la risa tonta de las chicas de la oficina. Para todos no era más que un puñetero pringado.

Le mandaron a un nuevo aviso y él mismo arrancó la moto sabiendo que allí estaba su último acto de servicio. Remitente anónimo, dirección desconocida y destino la propia oficina de mensajería. Un paquete para la propia empresa. Qué extraña era la gente.

Arrancó la moto y puso gas hasta provocar un estruendo de pasión en el pecho. Aceleró y alcanzó una pequeña casa de campo deshabitada con un paquete envuelto en papel marrón en su interior. Había un sobre lleno de billetes y uno más pequeño donde podía leerse la palabra "propina". Se guardó ambos en bolsillos diferentes y arrancó de regreso a la oficina.

Dejó el paquete y estaba a punto de despedirse cuando le mandaron a un nuevo y, esta vez le juraron, último aviso. Descubrió la sonrisa maliciosa en el rostro de la recepcionista y escuchó, de fondo, el desagradable sonido de los gritos de su jefe.
- Maldito bastardo. - Pensó.

Abandonó el paquete misterioso y apuntó en la memoria la nueva dirección. Sabía como llegar. Arrancó la moto y dio gas hasta que un estruendo hizo vibrar su pecho. Esta vez no había sido el sonido del motor de la moto si no el sonido de una explosión que había llegado desde la ventana en la que estaba ubicada su empresa de mensajería.
- Creo que ya no hace falta que me despida.

Sonrió y se perdió en las calles de la ciudad camino a su penúltimo destino.

No hay comentarios: