Las manos en alto y las rodillas
sobre el suelo, la mirada perdida, igual que mi futuro, si acaso alguna vez fue
futuro como tal y no un pasado adelantado. Porque esta sed terrible que me
convierte en un monstruo no sólo no se ha ido apagando sino que me ha invadido
los instintos hasta hacerme perder la razón. Dicen que soy cruel y que el mundo
me tiene miedo ¿Pero acaso no viví yo con miedo hasta que la rabia me puso el
traje del valor? Quizá no fue valor la palabra, sino hartazgo. Yo también tuve
miedo y lo superé con un cuchillo y una pala. No dejé un rastro y, cuando la
gente dejó de ver al cabrón de mi padre, le imaginaron borracho y caído en
cualquier cuneta. Me dejó solo y marcado, pero con unas ganas terribles de
seguir matando. Mi madre murió de pena, echando de menos las vejaciones y yo
homenajee su memoria con golpes certeros y tumbas improvisadas. Trece asesinatos me achacan. No saben que se quedan cortos. La luz cegadora de la
linterna me obliga a cerrar los ojos, si los abriese, vería a la niña que,
tumbada a mi lado, ha dejado de suplicar para vestirse de gala en su camino
hacia el más allá. Juro por mi vida que quería detener mis impulsos, pero me
ocurre como al escorpión que picó a la rana; está en mi naturaleza. Las esposas
son frías y aprietan mis muñecas hasta el punto de dejar de sentir las manos,
esas que tantas veces usé para mi gozo personal, pero no es eso lo que más me
duele; ser temido me convertía en un héroe, ser odiado me convertía en mi padre
y yo no quiero terminar como él. No me merezco el olvido.
Arrasados
Hace 4 días
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