jueves, 1 de diciembre de 2022

El chico de la Amalia

Nunca resultó sencillo ser un bicho raro. De pequeño era el de los mareos y en un pueblo pequeño donde la maldad se mide en palabras, las conversaciones veladas giraban en torno a al chico de la Amalia que había heredado el mal del abuelo. El abuelo, que también se mareaba, murió una noche de frío después de tomar tres vinos y pasar la noche a la intemperie. Por ello, cuando empezaron los primeros síntomas, sus padres le llevaron a un rezandero. Cuando le pudo ver un médico ya tenía la glucosa por las nubes y la gangrena cercenando sus pies. Después de ser el de los mareos, pasó a ser el de la silla de ruedas. Pero no estaba dispuesto a que la diabetes y las lenguas viperinas le venciesen. Cuando consiguió la marca para correr la final de los Juegos Paralímpicos, todo el pueblo se congregó para ver correr al chico de la Amalia. Con la verbena preparada y los ecos de la última conversación telefónica aún en sus oídos, recibió la visita de su entrenador con la cara compungida. “No nos queda insulina”. Y él no sólo se acordó de las luces que engalanaban el pueblo y de la expectativa creada, sino que se acordó de aquellos que se burlaron de sus mareos y le señalaron mientras subía las cuestas del pueblo a golpe de brazo en una vieja silla de ruedas. Y se acordó de su abuelo. Si él murió en una calle solitaria y todo un pueblo seguía recordándole, que mejor manera de entrar en la historia de un país que jugarse la vida en la mayor competición del mundo. “No nos queda otra”, contestó. Y se preparó para salir a la pista y regalarle a sus vecinos la mayor fiesta jamás contada.

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