La gente murmuraba, el viento soplaba, el tiempo pasaba. La estación de tren, bulliciosa y sucia, presentaba cuadros costumbristas. Una maleta ajada, un carro con alimentos, un abuelo con bastón, un nieto con bufanda. Y entre la mística de lo inimaginable, Matías miraba hacia el andén como quien mira una fila de hormigas. Abstraído, escuchaba, en una letanía disconforme, las palabras de su madre.
- Cómete el bocadillo.
- Es un sandwich.
- Es igual.
- No es lo mismo.
Y así con todo. La rebeca y la chaqueta, la bota y el zapato, la gorra y el sombrero, el refresco y el te.
La señora, estirada y estilosa, irrumpió en el momento en el que Matías mordisqueaba el último bocado. Cayó al suelo, asfixiado, atragantado, apurado por el ansia. Se acercó una multitud; entre ellos el abuelo, el nieto y la señora. Cuando volvió en sí, escuchó al señor de negro que le había ayudado preguntar por su familia.
- ¿No están por aquí tus padres?
- ¡Aquí estoy! - Exclamó la madre desde la fila de atrás.
Y regresaron al banco mientras esperaban el tren de regreso al pasado.
La señora subió al vagón mientras el abuelo y el nieto siguieron esperando. Estirada y estilosa, no se fijó en que la cremallera de su bolso había quedado a medio cerrar.
Matías siguió mirando el suelo mientras su madre confirmaba el hecho.
- He cogido la cartera.
- Es un monedero.
- Es igual.
- No es lo mismo.
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