miércoles, 30 de diciembre de 2020

Última aventura

Rodrigo había recibido el mensaje el día anterior a las siete de la mañana por lo que, calculaba, llevaba

veintiocho horas sin dormir y sin dar más señales de vida que las necesarias. Acababa de llegar al trabajo, el primero como cada mañana y tuvo que excusarse para poder salir y hacer creer que estaba lo suficientemente enfermo como para faltar por primera vez en los dieciséis años que llevaba en la empresa.

Rosa lo había recibido a las siete y cinco. Aquel día le tocaba teletrabajo por lo que estaba desnuda y a punto de meterse en la ducha. Su marido se había marchado y habían acordado en quedar a cenar en un restaurante para celebrar su vigésimo aniversario. Tuvo que cancelar la cena, decirle que dormiría en casa de su madre y vestirse a toda prisa, sin duchar, antes de acudir a un lugar incierto donde le esperaba lo desconocido.

Rodrigo ya había pasado seis pruebas, cada cual más difícil, cada cual más descorazonadora. Cuando alcanzó el puesto de control número siete, su teléfono le indicó una última orden. “Debes matar al dormilón”. En los puntos anteriores se había ganado un cuchillo, un bote de pintura con el que había delatado su pecado en una pared vecinal y un bote de pastillas que le habían hecho olvidar su pecados más recientes. Pero el más oscuro seguía allí, en el móvil de aquel loco que estaba jugando con su vida y en la memoria de dos personas que se quisieron con el alma pero no supieron decirse adiós con la mirada.

Cuando Rosa llegó al punto final se encontró con un tipo que no conocía de nada y con una mujer que sonreía para sus adentros. Su imagen era un retrato de la derrota. Despeinada, sucia y ajada, caminaba con los pies arrastras y la conciencia perdida en el penúltimo vaso donde tuvo que escupir la lejía y la decencia. Había pasado vergüenza, lA habían insultado y había provocado algún altercado, pero toda precaución era poca cuando tenía que evitar que su marido se enterase de su ya terminada relación extraconyugal.

-        ¿La conoces? – Le dijo el tipo a bocajarro.

-        No. – Respondió ella presa de la asfixia y el malestar.

-        Claro, a ella no, pero conoces a su marido.

 

La mujer le cruzó la cara con un guantazo y ella cayó de espaldas, agotada, presa de la angustia y del dolor.

-        A mí tampoco me conoces. – Continuó él. – Pero tu marido sí conoce a mi mujer.

 

Atando cabos, le vio llegar dando tumbos, la camisa rota, los cordones de los zapatos desatados y convirtiendo el paseo en una pista kilométrica. Cuando llegó hasta su altura la gente se había asomado a las terrazas, los coches habían parado en doble fila y los paseantes habían hecho grupos alrededor. El hombre y la mujer sonrieron y se marcharon de la mano mientras ellos dos, frente a frente, y con temor a reconocerse, apenas se miraron antes de dejarse caer y buscarse con las manos para regalarse un último adiós que, en otras circunstancias, nunca se hubiesen dado.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Castidad

Las curvas de la señora Ackerman eran el pecado contra el que no cabía confesión. El padre Patterson se escondía en el confesionario y, mientras miraba por la cortinilla entreabierta como la señora Ackerman regresaba en busca de absolución, dejaba que su sotana bailase y su respiración, entrecortada, respondiese un Ave María purísima que ponía fin, cada mañana, a su síndrome de abstinencia.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Fracaso interior

Siempre como nuevos, los zapatos de Machaco bailaban sobre la tarima. Sus brazos eran remolinos en

escala de grises y la cabeza una escoba de pelos negros que sudaba tinta y licor. Abajo, cuando la platea se fundía en negro y el silencio apagaba el eco de los aplausos, Machaco se paseaba entre las butacas acariciando el ante y sorbiendo los restos de polvo que había sobre su nariz. Ya no quedaban días ni entradas y aún así no puedo evitar la lágrima que, ennegreciendo el rostro de maquillaje, resbaló hacia el suelo manchando los zapatos que acababa de estrenar.

viernes, 11 de diciembre de 2020

El ladrón de almas

Observa a la gente como quien observa un espectáculo de funambulismo. Cree saber quién se mantendrá en pie y cree saber quién se precipitará al vacío de sus propios fracasos porque ha aprendido que la vida es más que una sucesión de acontecimientos que se transforma en una planificación de vicisitudes. Por eso se acerca a los sonrientes, se sienta tras los poderosos y activa el mecanismo de rastreo con aquellos que visten de triunfador.

Ha aprendido a robar almas. No de la manera de vaciar a la gente, no, de la manera de aprender a compartir, de aprender a desdoblar. Hechicero por afición y mago de frustración tardía, hubo de vender su conciencia al diablo y ponerle una piedra a Dios para conseguir el hito de su supervivencia. Ahora sabría cómo ser alguien, ahora sabría cómo situarse en lo más alto.

Absorbió la esencia del tipo engominado y el traje de mil euros. Se sentó a esperar blandiendo la euforia y simulando una sonrisa cuando el dolor de pecho se hizo agudo en forma de pinchazo. Aquello era una preocupación suprema, un cargo en la conciencia, un miedo atroz a perderlo todo. Vomitó el aliento contra el aire y sedujo por la espalda al tipo que aparcó una moto cara. Se sintió valiente de pronto, esta es la mía, no tenéis nada que hacer, hasta que las lágrimas inundaron sus ojos y las figuras pasaron a ser sombras borrosas que se confundían con la nada. Volvió a expulsarlo de sí y volvió a buscar un nuevo horizonte.

Pero los horizontes eran muros donde el más allá sólo tenía preocupaciones, depresiones, ansiedades y taquicardias. El sabor de la derrota se enjuagaba con alcohol, el de la soledad con cocaína, el del estrés con opiáceos, y el valor de la verdad era desconocido porque todos vivían a mil por hora y no se habían parado a respirar. Tomar aire, ser persona, soltar el aire. Ser alguien.

Entonces entendió que ser alguien no pasaba de manera exclusiva por el éxito, que la fama es efímera y que importa más saberse querido que saberse respetado, que valía más la sonrisa que el miedo y que, más allá de la soledad autoinfligida, existe la compañía espontánea. La sociedad es una bandada de pájaros. Los hay que vuelan en compañía y viven aventuras y los hay que vuelen en soledad y viven dentro de su angustia.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Diez días

No paran de preguntar por mí. Carlos y yo somos idénticos pero sólo él es diez minutos mayor. Por eso empezó a hablar diez días antes que yo, caminó durante diez días mientras yo aún gateaba y ya en el colegio aprendió a leer y a escribir diez días antes de que yo asimilase los conceptos. Nos casamos con diez días de diferencia y nuestros hijos mayores se llevan diez días. Hace doce días Carlos murió de un infarto y el teléfono no deja de sonar. Llevo un par de días sin cogerlo. No me atrevo a desilusionarlos.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Nuevos amigos

No paran de preguntar por mí los mismos que, hasta hace dos días no sabían ni que existía. Ahora tocan el

timbre, me llaman a gritos e incluso meten cartas en el buzón. Yo no he cambiado en nada, sigo siendo el mismo gordo gafotas que se apuntó a un concurso de televisión, completó un rosco y regresó a casa con dos millones de euros. A ver si va a ser que los que han cambiado son ellos.