- ¿Crees que alguien te vio rellenar el boleto?
La mujer observaba a su marido caminar nervioso por la habitación. Tenía las mangas de la camisa arremangadas y los zapatos desatados. Había dejado las gafas sobre la cama. Justo al lado del boleto de lotería premiado.
- El tío Rino... No sé.. Quizá... Tal vez no...
Balbuceaba. No estaba segura de nada. "Rellené el boleto y él estaba allí, detrás de mí". Intentaba recordar. O intentaba creer lo que había sucedido. "Creo que miraba los números" ¿Los habría memorizado? Quien lo sabría. Existe gente capaz de recordar lo más complejo y olvidar lo más liviano.
- Maldita sea.
El marido miraba por la ventana, inquieto. Cuando volvió la cabeza supo que aquel gesto delataba más miedo que sorpresa y más sorpresa que tranquilidad.
- El hijo del tío Rino está abajo.
La mujer supo al instante lo que aquello significaba. El hijo del tío Rino era un delincuente peligroso. Si hacía más de dos años que no le veían era porque había pasado una buena temporada en la cárcel. Sus especialidades eran el robo y la extorsión y no se cortaba un ápice a la hora de emplear violencia. Si el hijo del tío Rino estaba allí era, y no cabía ningún lugar para la duda, para hacerse con el boleto de lotería premiado.
- Nos torturará, nos matará, se llevará el boleto y nos quemará. - Dijo la mujer con angustia.
- Hay que romper ese boleto. - Sentenció el marido con rotundidad.
Aquella era una medida drástica, casi dramática, pero, a fin de cuentas, era la mejor salida para aquella angustiosa situación.
- ¿Y que le diremos?
- Que lo perdimos. O que no llegaste a sellarlo. O que lo regalamos a la caridad. - Hizo una pausa. - Debe saberlo. Debe ver que, con el tiempo, no hemos cambiado nuestro tren de vida. Seguiremos siendo pobres. Pero estaremos vivos.
La mujer le acercó el boleto y el marido lo rompió en dieciséis pedazos que terminó quemando sobre un desgastado cenicero.
Se abrazaron, se secaron las lágrimas y volvieron a asomarse a la ventana. El hijo del tío Rino permanecía abajo, apuraba un cigarrillo y sujetaba la puerta del portal para dejar salir a cuatro tipos que portaban un ataud de bajo costo. Una gota de lluvia mojó la madera desgastada y el matrimonio se miró incrédulo. Abrieron la ventana, el hijo del tío Rino seguía mirando al suelo, como intentando no recordar los malos años que había pasado en ese mismo portal, en ese barrio de almas corrompidas.
- ¿Qué ha pasado? - Preguntó el marido en voz alta esperando que el viento y la lluvia no se llevasen sus palabras.
- El tío Rino.- Contestó un vecino. - Murió ayer por la tarde, el pobre, cuando volvía de su paseo.
Se separaron, dejaron de tocarse, dejaron de mirarse, dejaron de compadecerse. Dejaron de reir. Dejaron de temer. Dejaron de soñar.
En la mesa, y aún humeante, un papel donde habían podido leerse seis números premiados se deshacía en cenizas sobre un cenicero gastado.
La mujer observaba a su marido caminar nervioso por la habitación. Tenía las mangas de la camisa arremangadas y los zapatos desatados. Había dejado las gafas sobre la cama. Justo al lado del boleto de lotería premiado.
- El tío Rino... No sé.. Quizá... Tal vez no...
Balbuceaba. No estaba segura de nada. "Rellené el boleto y él estaba allí, detrás de mí". Intentaba recordar. O intentaba creer lo que había sucedido. "Creo que miraba los números" ¿Los habría memorizado? Quien lo sabría. Existe gente capaz de recordar lo más complejo y olvidar lo más liviano.
- Maldita sea.
El marido miraba por la ventana, inquieto. Cuando volvió la cabeza supo que aquel gesto delataba más miedo que sorpresa y más sorpresa que tranquilidad.
- El hijo del tío Rino está abajo.
La mujer supo al instante lo que aquello significaba. El hijo del tío Rino era un delincuente peligroso. Si hacía más de dos años que no le veían era porque había pasado una buena temporada en la cárcel. Sus especialidades eran el robo y la extorsión y no se cortaba un ápice a la hora de emplear violencia. Si el hijo del tío Rino estaba allí era, y no cabía ningún lugar para la duda, para hacerse con el boleto de lotería premiado.
- Nos torturará, nos matará, se llevará el boleto y nos quemará. - Dijo la mujer con angustia.
- Hay que romper ese boleto. - Sentenció el marido con rotundidad.
Aquella era una medida drástica, casi dramática, pero, a fin de cuentas, era la mejor salida para aquella angustiosa situación.
- ¿Y que le diremos?
- Que lo perdimos. O que no llegaste a sellarlo. O que lo regalamos a la caridad. - Hizo una pausa. - Debe saberlo. Debe ver que, con el tiempo, no hemos cambiado nuestro tren de vida. Seguiremos siendo pobres. Pero estaremos vivos.
La mujer le acercó el boleto y el marido lo rompió en dieciséis pedazos que terminó quemando sobre un desgastado cenicero.
Se abrazaron, se secaron las lágrimas y volvieron a asomarse a la ventana. El hijo del tío Rino permanecía abajo, apuraba un cigarrillo y sujetaba la puerta del portal para dejar salir a cuatro tipos que portaban un ataud de bajo costo. Una gota de lluvia mojó la madera desgastada y el matrimonio se miró incrédulo. Abrieron la ventana, el hijo del tío Rino seguía mirando al suelo, como intentando no recordar los malos años que había pasado en ese mismo portal, en ese barrio de almas corrompidas.
- ¿Qué ha pasado? - Preguntó el marido en voz alta esperando que el viento y la lluvia no se llevasen sus palabras.
- El tío Rino.- Contestó un vecino. - Murió ayer por la tarde, el pobre, cuando volvía de su paseo.
Se separaron, dejaron de tocarse, dejaron de mirarse, dejaron de compadecerse. Dejaron de reir. Dejaron de temer. Dejaron de soñar.
En la mesa, y aún humeante, un papel donde habían podido leerse seis números premiados se deshacía en cenizas sobre un cenicero gastado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario