Cada mañana me siento a esperar, echado sobre la tumbona, a que los niños aparezcan con su flotador saltando sobre el césped. Tomo un granizado, a sorbos desde la pajita, y lo voy dejando en el suelo mirando de soslayo el hielo blanco que se va acumulando sobre la parte superior del vaso. Me ajusto las gafas de sol, un poco de agua me salpica en los pies y en ese momento sé que los niños ya están chapoteando en la piscina y que su madre caminará, con su paso lento y agradecido, hacia la sombrilla del lado opuesto.
Verla quitarse el vestido playero es una de las sensaciones más oníricas que he experimentado nunca. Creo verla en mis ensoñaciones nocturnas, no puedo dejar de pensar en el torso abultado, las piernas firmes, carnosas, apetecibles, y en la cadera ancha, dulzona, provocativa a más no poder. Se sienta frente a mi, con su bikini blanco y sus pechos turgentes apuntando hacia algún lugar del cielo. No puedo moverme de allí, sorbo el granizado, busco el agua para apartar mi quemazón y el bulto de mi entrepierna se va haciendo más pequeño a medida que el agua fría relaja mis instintos.
Así pasan mis mañanas. Observando un bikini blanco y apagando mi fuego con el agua fría de la piscina. En dos días terminará mi onanismo en la habitación del hotel, mis sueños de verano y mis granizados matutinos. No volveré a verla y quizá, con un poco de suerte, el próximo verano, si vuelvo a disfrutar de unos días de asueto, volveré a encontrar a otra cuarentona maciza con la que protagonizar mis fantasías. En dos días volveré al trabajo, volveré a ser un mulo de carga, volveré a estar solo en casa y volveré a saber que mi única libertad se viste de mañana calurosa junto al agua fría de una piscina quince días al año.
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