El agujero de la pared era redondo, pequeño y con marcas agrietadas alrededor. La estancia era blanca, silenciosa y fría. La cama era dura e incómoda. El suelo estaba gélido y los pies descalzos emitían un sonido casi imperceptible cada vez que se levantaba para buscar el bacín sobre la mesilla de madera. En el alféizar de la ventana se había posado un pájaro. No podía verlo porque la ventana estaba demasiado alta, pero podía escuchar el traqueteo de su pico contra el cristal.
Infeliz de él, ignoraba los peligros que acechaban a este lado del cristal. De vez en cuando, el jefe entraba con algún sicario y le ordenaba un castigo que nunca había merecido. Le tomaban por chivato, pero no era más que un eslabon más en la cadena de errores. Decían que la organización había caído, pero él sabía que no era así. Volvió a mirar el agujero. Era redondo, el tamaño perfecto de un proyectil de nueve milímetros. Llevaba alli varios días, como una amenaza constante sobre su cogote. Mira lo que seríamos capaces de hacerte si no eres bueno. Pero no le dejaban serlo.
La puerta emitió un sonido chirriante al abrirse. Entraron dos hombres. Los conocía de sobra. Uno era el de la cicatriz, el otro el de las cejas pobladas. Eran fuertes y robustos. No les hizo mucha gracia encontrarse la habitación patas arriba; el colchón en el suelo, la mesilla desconchada, el bacín derramado por el suelo. Lo adivinó en sus gestos de fastidio. Volvieron a tomarle por los hombros; él era bajito, escuálido y estaba débil. No les resultó difícil reducirle. Le sentaron en una camilla, le ataron de pies y manos y le condujeron a la sala de castigo. Sabía lo que allí le esperaba. Pero no iba a decir ni pío. Si acaso, como el pájaro que traqueteaba contra el cristal, se dedicaría a guardar silencio y desgastar el metal de la camilla con sus uñas afiladas.
Los enfermeros ataron fuerte las correas y le condujeron a la habitación acolchada. "Es una pena que un hombre tan brillante termine de una manera tan trágica". Comentó uno de ellos en voz baja. Desde el pasillo se escucharon pasos. Un hombre con una gorra y un mono de trabajo entró en la habitación. Portaba una escalera que utilizó para tapar con emplaste el agujero que el enfermo había hecho rascando el yeso con la uña.
Infeliz de él, ignoraba los peligros que acechaban a este lado del cristal. De vez en cuando, el jefe entraba con algún sicario y le ordenaba un castigo que nunca había merecido. Le tomaban por chivato, pero no era más que un eslabon más en la cadena de errores. Decían que la organización había caído, pero él sabía que no era así. Volvió a mirar el agujero. Era redondo, el tamaño perfecto de un proyectil de nueve milímetros. Llevaba alli varios días, como una amenaza constante sobre su cogote. Mira lo que seríamos capaces de hacerte si no eres bueno. Pero no le dejaban serlo.
La puerta emitió un sonido chirriante al abrirse. Entraron dos hombres. Los conocía de sobra. Uno era el de la cicatriz, el otro el de las cejas pobladas. Eran fuertes y robustos. No les hizo mucha gracia encontrarse la habitación patas arriba; el colchón en el suelo, la mesilla desconchada, el bacín derramado por el suelo. Lo adivinó en sus gestos de fastidio. Volvieron a tomarle por los hombros; él era bajito, escuálido y estaba débil. No les resultó difícil reducirle. Le sentaron en una camilla, le ataron de pies y manos y le condujeron a la sala de castigo. Sabía lo que allí le esperaba. Pero no iba a decir ni pío. Si acaso, como el pájaro que traqueteaba contra el cristal, se dedicaría a guardar silencio y desgastar el metal de la camilla con sus uñas afiladas.
Los enfermeros ataron fuerte las correas y le condujeron a la habitación acolchada. "Es una pena que un hombre tan brillante termine de una manera tan trágica". Comentó uno de ellos en voz baja. Desde el pasillo se escucharon pasos. Un hombre con una gorra y un mono de trabajo entró en la habitación. Portaba una escalera que utilizó para tapar con emplaste el agujero que el enfermo había hecho rascando el yeso con la uña.
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