Un aullido en la distancia. La noche, oscura y pintada de estrellas, refrescaba el ánimo con un viento que azotaba la lona y confundía el traqueteo con el tambor. En su tienda, junto al fuego bajo de una pequeña hoguera, el chamán rezaba y el jefe fumaba en pipa. Era fácil adivinar el futuro. De nada servía recordar el pasado. La caza, las pieles, el trabajo de labor, los caballos y las enseñanzas a un niño que soñaba con ser como su padre.
El niño ya era padre y el padre era el viejo charlatán que apresuraba sus conquistas antes de haberse visto en peligro. Bajo el fuego de la hoguera hablaban del hombre blanco, de una hueste que arrasaba poblados, de un fuego rápido que quebraba corazones y de una maldad nunca vista. El niño, padre por tradición y héroe por vocación, se había lanzado al encuentro con el enemigo. Los que lloraban su ausencia sabían que aquella aventura solamente podía tener un final.
Cuando le vieron regresar empapado en sangre y con el trofeo en las manos, fueron pocos los que celebraron aquella pequeña victoria y muchos los que temieron por el futuro del poblado. Varias millas al norte, dijeron, olía a pólvora y a humo. Cuando el lobo callaba podían escucharse tambores y el estrépito de mil caballos galopando hacia su territorio. Un territorio que abandonaron en silencio mientras el héroe, padre orgulloso y guerrero vocacional, hincaba su rodilla en tierra y pintaba su pecho con el barro de una tierra que el miedo había tornado en yerma. Cuando el hombre blanco pasara por allí, solamente quedaría su sangre y su orgullo. El olvido, cruel biógrafo del destino, borraría el grito de guerra que lanzó contra el viento. Algún día, ni los lobos aullarían de noche bajo aquel cielo estrellado.
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