Le molestaba haberse convertido en el pianista maldito a quien cantó Billy Joel. Cada noche, después de botella y media de whisky, se sentaba al piano del club y tocaba un repertorio que conocía de memoria. Podía tocarlo con los ojos cerrados, con una mano atada o incluso dictarlo a un inútil de carrerilla. Quisiera haber sido maestro de conciertos y se convirtió en el tipo que ambientaba la planta baja de un tugurio de mala fama.
Tocaba melodías de autodestrucción. Cada nota era un regreso al pasado; una manera de no olvidar todo el daño recibido. El primer beso, el primer te quiero y el primer adiós tenían una melodía propia. Y él aporreaba las teclas, con pasión, para dejar que su borrachera tocase por él los temas de un pasado incandescente.
Un vestido a medio vuelo apareció por la pista. Tacones rojos, medias negras y una espalda al aire que cortaba la respiración. Quiso vomitar el whisky, recelar de su cobardía y estipular el momento en el que salir corriendo. La observó mientras besaba los labios de otro hombre y en el adiós precipitado que la condujo hacia las escaleras, reconoció la mirada de cordero degollado.
Aquella mirada acuosa, aquel dulce adiós en forma de beso clavado en el corazón como una espina venenosa, la cara de circunstancias, el trago precipitado al vaso de whisky y la mano levantada para pedir una botella que compartir consigo mismo. Tocó más fuerte, más rápido, ideó un acorde y levantó a la gente de sus asientos. Un consuelo con el que ahogar las penas, una nueva víctima que sumarse al concurso de lamentos. Le gustó no sentirse tan solo en un lugar tan amargo. Apuró otro vaso y tocó otra canción. Al fondo del salón había otro tipo al que algún día Billy Joel podría haber compuesto otra canción.
Un vestido a medio vuelo apareció por la pista. Tacones rojos, medias negras y una espalda al aire que cortaba la respiración. Quiso vomitar el whisky, recelar de su cobardía y estipular el momento en el que salir corriendo. La observó mientras besaba los labios de otro hombre y en el adiós precipitado que la condujo hacia las escaleras, reconoció la mirada de cordero degollado.
Aquella mirada acuosa, aquel dulce adiós en forma de beso clavado en el corazón como una espina venenosa, la cara de circunstancias, el trago precipitado al vaso de whisky y la mano levantada para pedir una botella que compartir consigo mismo. Tocó más fuerte, más rápido, ideó un acorde y levantó a la gente de sus asientos. Un consuelo con el que ahogar las penas, una nueva víctima que sumarse al concurso de lamentos. Le gustó no sentirse tan solo en un lugar tan amargo. Apuró otro vaso y tocó otra canción. Al fondo del salón había otro tipo al que algún día Billy Joel podría haber compuesto otra canción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario