El funeral había estado adornado con flores. Cientos de personas se habían acercado a la iglesia para decir adiós, darle un beso a la esposa y maldecir los horrores de la guerra. En el ataud solamente había huesos, cenizas y algún trozo de carne quemada. Irreconocible, le habían dicho. Inolvidable, eso es lo que había creído ella. Sabía que le iba a costar demasiado tiempo olvidar el rostro de su marido, aquellos besos por la mañana, aquellas caricias por la noche, aquellas llamadas al mediodía antes de calentar la comida. "¿Cómo estás?", "¿Qué tal el día?", "Te quiero". Todo un ritual de oficina que ella asumía como una costumbre mundana que le situaba cada día a las doce junto al teléfono.
Pero hubo un día que sonó para dejar de hacer preguntas y para contar una noticia; dejaba la oficina y pasaba a la acción. Adiós a los días de cuartel, rancho y papeleo, hola a los días de desierto, trinchera y fuego enemigo. Durante meses no hubo llamadas a las doce del mediodía y durante semanas no las hubo ni siquiera los fines de semana. La esperanza tornó en preocupación y la preocupación en locura. Finalmente hubo una llamada, la llamada del fin. Sintió una lágrima caliente recorrer el rostro mientras era informada de la muerte de su marido en una emboscada enemiga. "Ojalá estuviera vivo", deseó. "Ojalá fuera mentira".
Se había quemado por completo. No pudo guardar ni un recuerdo, ni una muesca de oro, ni un pedazo de tela. Recordaba el sabor de sus besos, el calor de sus caricias y el olor de las flores del funeral. "Menudo último recuerdo me has dejado", pensó. Y cerró la puerta para buscar la oscuridad de su cama. Se quitó los zapatos mientras caminaba e hizo caso omiso del timbre del teléfono en la habitación de los trastos. "El teléfono suena en tu despacho", dijo en tono airado. "Lo sé", respondió la voz. Se sobresaltó. Era su voz. Era la misma voz que le hablaba todos los días a las doce. Buscó un interrumptor y deshizo la oscuridad con un click que alumbró la alcoba. Nunca hubiese querido ver aquello. Tenían razón, su marido había caído en una emboscada y se había quemado por completo. "¿Eres tú?", preguntó. Si no fuese por su voz, jamás hubiese reconocido aquel rostro desfigurado, horrendo, monstruoso. Quiso llorar y quiso correr a abrazarlo, pero no pudo. Regresó a la puerta y amagó con echar a correr; quería organizar otro funeral y sentir, de nuevo, aquel olor a flores. "Ojalá estuviera muerto", deseó. "Ojalá fuera verdad".
No hay comentarios:
Publicar un comentario