Las piernas firmes, el cuerpo esbelto, el pecho erguido. A menudo soñaba y, de vez en cuando, cumplía sus sueños. No hacía mucho que era un chiquillo con aires de semental que aún no había tocado un cuerpo ajeno y ya se creía un experto en las artes amatorias. Todo fachada. Los meses, los besos y la clandestinidad le habían aportado el sabor de la experiencia. Pasaba las horas junto al teléfono móvil y, cuando escuchaba el sonido del timbre, descolgaba al primer tono para poner voz de corderito degollado y salir corriendo de casa con unos calzoncillos limpios "¿Dónde vas?" Le preguntaba su madre. "A casa de Carlos", contestaba él con presura mientras masticaba un chicle de menta. Y él nunca mentía.
Aquella tarde sonó el teléfono de la casa de Carlos. La voz femenina se encontró con la de su madre. "Sí, está aquí. Están en su cuarto ¿Quieres que se ponga?". "No, gracias, no hace falta". La madre de Carlos se acercó a la habitación y le encontró en la cama. No hubo sorpresa en el gesto. "Era tu madre", dijo. "Le he dicho que estabas aquí con Carlos". Sonrió. "Lo que no le he dicho es que Carlos está de viaje con su padre". Se quitó la bata y enseñó su desnudez. Ambos ocuparon la cama y volvieron a cumplir sus sueños por decimonovena vez.
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