¿Me oyes? ¿Eres capaz de escuchar
mis palabras? ¿Escuchas mis lamentos cada noche, mis suspiros por la mañana,
mis gritos de agonía durante la tarde?
Al otro lado de la puerta no quedaba
nadie.
De vez en cuando, el carcelero
abría la ventanilla y le dejaba un plato de comida.
Después se marchaba a su garita mientras dejaba el eco de sus pisadas
sobre las baldosas.
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