El mes de junio era agotador. La cafetera ardía cada dos horas, los ojos se cerraban cada diez minutos y se obligaba a mantenerse despierto a base de agua fría y bebidas energéticas. Eran más de doscientos exámenes los que tenía pendientes de corregir y solamente tenía tres días para publicar las notas en el boletín escolar. Demasiado para unos ojos cansados y una mente harta de seguir intentándolo. Revisó el siguiente examen. Tomás Rogelios. Menudo elemento. Le recordaba mucho a aquel compañero suyo de clase que andaba siempre con niñas en el recreo y bebiendo cerveza en los ratos libres. Suspendía más que hablaba y, en ocasiones, no era capaz de entenderse consigo mismo. Les había enseñado a fumar a todos los de la clase y les había pormenorizado su relación íntima con Vanesa, la repetidora de la clase de al lado. Todo un elemento aquel compañero suyo. Igual que Tomás Rogelios. Le puso un dos sin apenas revisar el examen ¿Para qué? Jamás había entendido la historia ni había tenido interés por hacerlo ¿Cómo se llamaba aquel compañero suyo? Sonrió para sus adentros. Como para olvidarlo. Abrió el periódico del día y lo encontró en la primera página. Gregorio Timonte. Como para olvidarlo. Los dos en la misma clase. Uno graduado con matrícula de honor y buscando un lugar en la memoria como profesor de historia en un instituto privado. El otro, repetidor constante, golfo en ratos libres y vividor incansable, había encontrado un lugar en la historia como el decimoquinto ministro de agricultura de la democracia. Así eran las cosas en la vida real. Rebuscó entre los papeles y encontró, de nuevo, el examen de Tomás Rogelios. Tachó el dos y escribió un cero bien grande. A los parásitos había que erradicarlos desde pequeñitos.
Yoísmo
Hace 2 semanas
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