Algo así debió
ocurrirme cuando el señor Figueroa abrió la puerta. Era mi primer día en la
ciudad. Para alegría de mi padre, había aprobado las oposiciones y mi madre,
que aún vivía abrazada a la tristeza, me despidió con un abrazo y un “ten
cuidado”.
Desde que perdió a
uno de sus gemelos en el parto no había vuelto a ser la misma. Y eso que mi
hermano Miguel se había empeñado en dar alegría a la casa, pero ella no
conseguía levantar cabeza y mientras le veía crecer sólo podía ver en él al
hijo que nunca le entregaron.
El apego por lo que
nunca hemos tenido es un camino hacia el precipicio, y allí se encontraba mi
madre; años sumida en un letargo del que tan sólo salía para celebrar el día en
el que Miguel y su hermano cumplían los años.
Tras la segunda
llamada, estuve a punto de marcharme. Dejaría el paquete en la oficina y
anotaría “Destinatario ausente”. Pero la cerradura crujió, el señor Figueroa se
asomó al umbral y de mis manos cayeron un paquete y un centenar de recuerdos. Aquel
tipo tenía la misma sonrisa que mi hermano Miguel. Y también los mismos ojos,
la misma nariz y el mismo remolino rubio sobre la frente.
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