Como no podía ver sus ojos, miraba al cielo. Como no podía acariciar su pelo, perdía la vista en el sol hasta terminar cegado y atrapado por la nostalgia. Como no podía escuchar su voz, rememoraba momentos y susurraba en voz baja la canción de despedida que le cantaba por la noche, antes del último beso. “Bella oruga sin alas, serás mariposa en mi amanecer”.
Un mortero cayó cerca de sus pies, le
atronaron los oídos y se escondió en la trinchera presto a cargar el arma y
disparar a discreción. Eran ya doce semanas las que llevaban de asedio. Doce
semanas parapetados en la montaña. La esperanza se había vuelto negra, el pan
se había vuelto duro y las lágrimas se habían convertido en la única compañía
en un lugar donde el silencio sólo era interrumpido por los disparos enemigos.
A lo lejos, como colgado del cielo y dibujado
por Dios, se divisaba el campanario de la iglesia del pueblo. Podían distinguir
algún tejado e imaginar la escena dentro de cada casa. El pasado eran ellos y
el presente estaba vestido de invasores que, seguramente, habían vejado a cada
una de sus mujeres. Entre ellas había una con los ojos del color del cielo y
los cabellos del color del sol. Cada mañana, mientras acudía a complacer al
general, divisaba el horizonte y seguía esperando una señal que confirmase que
el hombre que amaba seguía luchando para rescatarla.
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