lunes, 30 de noviembre de 2009

Cinco minutos más

Un día demasiado apacible dentro de mi monotonía. Me gusta dormir hasta tarde, sentir que la sensación de pereza se apodera de mí y alargar la alarma del reloj hasta un par de horas en periodos de cinco minutos de asueto. Me gusta refugiarme en mis sábanas y sentir como la lluvia golpea contra el cristal de mi ventana, como el viento azota los toldos de las terrazas vecinas y como los coches circulan de un lado para otro sin pararse a mirar el cielo. De fondo, una radio suena regalándome canciones de otros tiempos, es un regreso a mi infancia, a las melodías que tatareaba mi abuela mientras zurzía un jersey para mi y otro para mis hermanos. El grifo de la ducha del vecino se siente pared contra pared y me refugio en el pensamiento mientras recreo el calor del agua tibia bajando sobre mis hombros. Hace ya tiempo que debería haber puesto pie en tierra y coche en marcha. Suena el teléfono y rechazo la llamada. Un pitido me anuncia que tengo un mensaje en el buzón de voz. Perezoso e incómodo llevo el auricular a la oreja. He vuelto a dormirme y me han despedido. Mejor, así no me voy con lo puesto. Vuelvo a dar media vuelta en la cama y pienso que le diré al jefe cuando vaya a firmar el finiquito. Quizá que celebro no volver a verle, quizá que no he conocido capullo como él o quizá que se meta su empresa por donde le quepa porque yo no pienso volver a trabajar.

Me gusta dormir hasta tarde, sentir que la sensación de pereza se apodera de mí y alargar la alarma del reloj hasta un par de horas en periodos de cinco minutos de asueto. Sobre todo después de saber que has acertado los seis números del sorteo de la primitiva.

martes, 24 de noviembre de 2009

Sin pecado concebida

- Podéis ir en paz.

El padre Montero terminó su homilía y recogió los bártulos. Aún palpitaban en su interior las últimas palabras de su querida madre. La habían matado cruelmente por un puñado de monedas de oro. De haberlo sabido, él mismo habría arrojado aquella colección a la basura o, aún mejor, la hubiese donado a alguna obra de caridad. No podía sobrellevar la culpabilidad por haber dejado a su madre sola, tan lejos de su destino y sin el amparo de un hijo en el que gustaba alojar sus temores. Temía a la muerte y la muerte la había encontrado sola, mientras veía su programa favorito y un alma malvada había irrumpido en su casa con palabras engañosas para hacerse con la famosa colección de monedas antiguas que llevaba con la familia durante más de seis generaciones.

Habían encontrado al culpable y lo habían ejecutado, a sangre fría sin que le hubiese dado tiempo a arrepentirse. Seguramente, después de tratar con Dios durante un par de horas de meditación, hubiese llegado a la conclusión de que el perdón debía haber sido merecido en el caso de haber sido solicitado. Pero no llegó a serlo. Le encontraron con las monedas en el cajón de su armario y el cuchillo, aún ensangrentado, con el que había asesinado a su madre.

Encontró a un hombre esperando en el confesionario.
- Ave María purísima. - No podía ver su rostro.
- Sin pecado concebida.
- Padre, me mata la culpa.
- Qué hiciste, hijo.
- Yo maté a su madre.

Sintió desvancerse. La cabeza contra la madera y el sonido de mil campanas retumbando en sus oídos. Cuando quiso reaccionar el confesor ya se había marchado. Dos inquietudes le hacían estremecer desde el alma hasta el corazón. La primera era una certeza por sus votos y se llamaba "secreto de confesión". La otra era una duda casi certera que le impulsaba a salir corriendo y mandar toda su carrera al infierno. Quería pero no podía. No estaba seguro, pero hubiese prometido ante Dios que la voz que le había hablado era la misma que la del policía que había dirigido toda la investigación.

martes, 17 de noviembre de 2009

Obsesión

Vivir obsesionada hasta el límite es para ella tan desalentador como vivir acompañada por la más absoluta de las soledades.

Cada mañana se levanta y corre como un rayo hacia la ventana. Le ve pasar y por las tardes le ve llegar. Todo empezó el día en que se cruzó con él y se dejó embriagar por su perfume de diseño. Le besó e hicieron el amor hasta que el amanecer les sorprendió desnudos.

Le ve bajar de nuevo. Ahora con una de sus hijas agarrada a su mano. Le sigue con la mirada hasta que no quedan más milímetros de calle por recorrer. Hubo un día en el que ella quiso aquella niña también fuera suya, pero todo terminó como lo hacen las historias tristes.

Le ve venir. Sigue siendo el mismo hombre que besó por vez primera. El mismo que aún no sabe que ella vive allí, junto a él, porque quiere verle cada día al llegar del trabajo. Ahora está con su mujer, la besa y ambos sonríen. Ella llora. Por un momento quiere volar con la imaginación y se lanza en picado hacia su amado.

El golpe es brutal. Él vuelve la cabeza y regresa a sus años de juventud con la imagen de un rostro que hace años creyó que podría olvidar. Durante años se preguntó donde se había metido y resulta que había estado allí mismo, tal y como él había soñado. Se despide de ella y le pide perdón. "Yo también morí el día en que te dejé", le susurra en silencio. Y mientras ve llegar a la ambulancia disimula su pasado y vuelve a besar a su mujer con la misma mentira de siempre. En cada beso siempre soñó los labios de la mujer a la que un día dejó en la estacada y ahora era conducida hacia un depósito de cadáveres.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El último envite

Ruperto Aníbal estaba demasiado viejo como para aguantar un envite. Sus años en el cuerpo policial le habían aportado valor y miedo en proporciones iguales, un, a la postre, inservible grado de experiencia vital y una pandilla de cabrones como compañeros.

Él mismo había elegido su último caso y él mismo había deseado dar carpetazo al asunto para marcharse a casa de una vez por todas, esta vez para no volver. Ya le había extrañado demasiado lo del turco que pasaba droga en carritos de bebé. La historia del barco fantasma en el puerto le había sonado a cuento chino, pero cuando se vio solo en la oscuridad del embarcadero quiso creer que aquello no podía ser el final de una larga carrera como agente ejemplar.

Vio pasar una sombra y, tras él, un viejo carrito de bebé rodaba cuesta abajo buscando estrellarse contra la primera pared que interfiriese su camino. Decenas de bolsas cargadas de polvo blanco se esparcieron por el suelo y, cuando quiso reaccionar sintió el tenebroso ruido de un barco que no podía ver. La noche era oscura pero tenue, la luna estaba en su cuarto menguante y no había nubes ni niebla que impidiese ver un reguero de luces surcando el mar. Sin embargo, el ruido del barco seguía allí. Buscó con la mirada en dirección a la sombra que le había sorprendido un par de minutos antes y se vio sorprendido con la imagen del turco a dos palmos de él. Había perdido el envite.

Aferrado a su pistola, y con la mirada impregnada en rabia, el turco que tantas veces había reconocido por foto, le apuntaba directamente a la cabeza. Cuando quiso apretar los ojos, sintió como el estómago le flojeaba en demasía, estaba a punto de hacérselo encima. Fue entonces cuando le deslumbraron los focos, atronaron las carcajadas e irrumpieron los aplausos. El turco se quitó la peluca, el bigote y la nariz postiza y pudo reconocer a uno de sus compañeros tras el disfraz.

Una broma de despedida demasiado pesada. Aún con el corazón en vilo, le condujeron a un club de lujo donde le obligaron a escoger entre la más guapa. Llevaba demasiado tiempo sin conocer el placer carnal como para negarse ante tamaña ofrenda. Subió tras la chica a la habitación de arriba y se desnudó en silencio. Se abalanzó sobre la cama y buscó el agujero negro del placer. Solamente encontró un chasquido en la espalda, un dolor horrible y un gatillazo para olvidar. Hizo jurar a la chica que no le contaría nada a nadie y se marchó al cuarto de baño para expulsar toda la mierda que tenía acumulada en su interior. Era la segunda vez que se cagaba a lo largo de la noche. Lloró sin lágrimas y rió sin carcajadas. La vida ya no volvería. Ruperto Aníbal estaba demasiado viejo para aguantar un envite pero demasiado vivo como para seguir aceptándolos.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

El olvido

¿Se había vuelto loca? ¿Por qué no le conocía?

Llevaba viviendo con su mujer el tiempo suficiente como para conocer cada una de sus miradas y aquella no era una de sus miradas. La encontró vacía, perdida, sin encanto. Intentó profundizar en aquellos ojos y no vio más que vacío.

- ¿Qué te pasa?
- A mí nada.

Y entoces volvió en sí. Le besó con mucha ternura y se encogió entre sus brazos.

- ¿Por qué no volvemos al parque? - Le preguntó

- ¿A qué parque? - Contestó él cargado de duda.

- Al parque en el que me diste el beso.

Entonces lo recordó. Hacía demasiado tiempo y aquella tarde había sido tan desastrosa que nunca la había rememorado en cincuenta años de matrimonio. Aquel primer beso en el parque donde fue a pedir su mano y terminó rompiéndole una muñeca por accidente.

Permanecieron en silencio durante unos minutos hasta que ella volvió a girarse hacia él.

- ¿Quién eres?

Corrieron hacia el médico, él cargado de preocupación, ella cargada de melancolía. A menudo iba y a menudo venía, como si de una noria desmemoriada se tratase.

Cuando escuchó la palabra Alzheimer quiso creer en los sueños. No podía ser verdad. La miró en silencio y después preguntó al médico.

- ¿No recordará nada?

- Dentro de un tiempo, no.

- ¿Ni siquiera recordará nuestro primer beso?

- Me temo que no.

Entonces se acercó hacia ella y la besó por penúltima vez. Si habría de dejar una esquirla en su memoria que mejor manera que rememorar aquella tarde en el parque. Cogió su mano y lloró. Juntos se marcharon a casa y juntos se fueron olvidando de todo hasta que la vida se olvidó de ellos.